jueves, 17 de diciembre de 2009

CARLITOS ME CAMBIÓ LA VIDA

Desperté y todo normal. Hasta que viré a mi derecha. En lugar de mi esposa, un ballenato arrugado y peludo que parecía ser una persona invernaba ruidosamente. Traté de recapitular lo ocurrido la noche anterior, aunque los ronquidos de ese equeco no favorecían mi meditación: volví del trabajo, no sin antes aplastar con mi zapato derecho un fétido obsequio del bull dog de mi vecino. Con el calzado en la mano entré a mi casa y saludé a Martita, que como siempre me recibía a los relinchos: “que por qué no me avisas que llegás más tarde”, “que te quedás hablando con tus amigos y acá se enfría la comida”, a lo que respondí con una sonrisa y la entrega oficial del zapato hediondo. Luego cenamos (fideos con manteca, como siempre) y nos fuimos a dormir. No, no hubo nada de alcohol ni fiestas alocadas. Nada podía justificar la sustitución de Martita por un mastodonte.

Abandoné el lecho y me dirigí al baño, confundido. No, allí no está el baño. No no, ahí tampoco. Y entonces descubrí que tampoco me encontraba en mi casa. Tuve que mear en la arena del gato (aunque nunca antes había tenido un gato de mascota), porque la necesidad superó al desconcierto.

Miré el reloj: ¡¡¡LAS ONCE Y MEDIA!!! Debo reconocer que esta vez sí me sentí aterrado: todos los días debía estar en la oficina a las 9 AM, y mi despertador estaba programado para las 7 hs., ¿por qué sonó cuatro horas y media después? Definitivamente, el despertador que irrumpió mi sueño esta vez no fue el mío.

Salí a la calle casi a las zancadas (sí, antes me cambié, pero para comprender mejor la situación les recomiendo leer el apartado “Qué hacer cuando en vez de calzoncillos encuentras pañales descartables para adultos”). Bastó que pisara la vereda para que un desconocido me gritara “¡¡Carlitos, viejo picarón!!” al mismo tiempo que señalaba la ausencia de pantalones en mi persona, ya que en el apuro sólo atiné a calzarme el pañal. Esto ya era demasiado. Impulsado por una enorme furia, amagué ir a encararlo… y lo hubiera encarado a no ser que ante el primer movimiento brusco mi cadera hizo “crack” y me caí de trompa al suelo, justo sobre un chicle recién expectorado que se me pegó sobre los pelos del pecho (sí, también había olvidado ponerme remera).

Estaba por largarme a sollozar ante tanta impotencia cuando me pareció oír una voz conocida. ¡¡Siii, esa voz, tan parecida a los sonidos guturales de los lobos marinos en el puerto de Mar del Plata!!

- “¡Carlitos, tenga cuidado!- me dijo Martita, mientras trataba de levantarme.

- “¿Cómo que Carlitos?”- le contesté, incorporándome de un salto.

- “Ay, usted siempre con sus locuras, Don Carlos. Ya tengo suficiente con mi marido, que encima hoy amaneció tan raro…” –respondió, mientras intentaba quitarme el chicle del pecho con un alicate- “ni bien abrió los ojos se miró todo el cuerpo y empezó a bailar en una pata encima de la cama cantando ‘A Donata’, y ni le cuento qué es lo que pasó cuando me vio asomarme desde la ducha ante todo ese barullo…”.

Es entonces cuando comprendí todo. Carlitos –un patético ancianito al que sólo conocía de vista, ya que vivía a dos cuadras de nuestra casa- intercambió su vida por la mía. No sé cómo lo hizo, sólo sé que días más tarde me lo cruzé por la calle, es decir, me cruzé con el que anteriormente había sido yo –que, por cierto, ahora lucía una espantosa camisa floreada, unas bermudas con tirantes y peinado raya al medio- y el muy bastardo me guiñó el ojo sonriendo de par en par, notablemente orgulloso de los resultados de su plan malévolo.

Sí, doctor, Carlitos me cambió la vida, estoy seguro.

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